Camino para
china town (una pasada de compras que nadie puede evitar) saliendo del subte, nos encontramos con el World Trade Center, que es el espacio donde
decoraban las torres gemelas esta maravillosa ciudad. Un aire místico cubre esa
zona, es casi impalpable, pero se siente, lo juro. Justo enfrente se encuentra una particular
Iglesia, que no determiné debido
a mi rústico Inglés su procedencia, pero que tal parecía de estilo
georgiano. El dato revelación es que, en su entrada se encuentra un cementerio que data
del año 1766 y si así no lo creyeran,
el estado de las lápidas puede fácilmente contar la misma historia.
Durante el atentado del 11 de septiembre y en sus días posteriores esta iglesia
funcionó como centro de atención
a las víctimas, pero principalmente a los bomberos, policías o cualquier tipo
de rescatistas que trabajaron durante días en el lugar. Por eso, actualmente,
es un especie de museo en donde se pueden encontrar desde cartas de
agradecimiento, fotos de personas buscadas
durante el atentado que formaran luego una especie de altar,
intervenciones a modo de recreación de sectores de atención médica y al final un traje de un bombero con una
placa a su lado que
particularmente fue tan importante rememorar aunque no sepamos esa
historia. Se me ocurría una sola premisa, el mundo necesita más tolerancia.
Salimos.
Fuimos directamente a cual habría sido en primeras nuestro principal destino, el
China Town. Barrio típico si los hay, mezcla rara entre nuestro Once y nuestro
Barrio chino.
Para comprar
souvenirs es El lugar. Todo
es más barato y es ofensa el no regatear precios. Bárbaro.
La cantidad
de marcas truchas es abominable pero se compensa con los típicos souvenires
yankees que vale la pena llevarte.
Nosotras y
el apetito. Esto va a ser muy reiterativo en este blog. Decidimos almorzar en Little Italy, en donde sin haber
decidido el lugar pero caminando para encontrarlo, un Italiano dio fin a
nuestra búsqueda y casi obligadamente nos metió en su restaurant. El menú era
interesante sí, pero no difería de los demás, el tema era que en este lugar el
vino era gratis y ese anzuelo fue excelente para atraparnos.
Entramos. El
menú fue casi predecible, milanesas a la napolitana pero con pasta. Nos van a
sobrar kilos a la vuelta, pero quién nos quita lo bailado? Rico no, majestuoso.
Y el vino.
Era la
segunda copa de un vino malbec italiano y Anto se reía casi como gritando. Por
mi parte, mi cara se tornaba cada vez más rojiza y no era por el calor. Eso éramos,
dos borrachas en un restoraurante Italiano al segundo día de llegar. ¡Qué bien
nos sentaba ese pedazo de tierra Italiana!
El tiempo
paso, y nuestro almuerzo que fue tipo 4 de la tarde se transformo en la cena típica
de los lugareños.
En eso,
entre la genta que iba entrando para cenar, nos invitaron a compartir en la
barra alguna otra copa. Esto ya se pasaba de castaño claro a castaño oscuro y a
juzgar por la manera en que Anto camino hacia el baño determinamos irnos.
Emprendimos
la vuelta, en ese tan entrañable subway. Ya no hubo tiempo para compras, pero
el plan resultó mucho mejor. Nos sentamos en el subte, no hablábamos, casi no coordinábamos
el cuerpo y por eso no emitíamos sonidos. Nos reposamos en nuestros hombros, y así
cuando el subte nos aviso bajamos y volvimos a nuestro hogar.
Salimos de
esa cueva subterránea y las luces de la ciudad nos volvieron a iluminar la
mirada. Era nuestra primer borrachera en la ciudad, y definitivamente no la única.
Salud!
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